lunes, 24 de enero de 2011

EL HOMBRE QUE APRENDIÓ A LADRAR





EL HOMBRE QUE APRENDIÓ A LADRAR

(Mario Benedetti)

Lo cierto que fueron años de árduo y pragmático aprendizaje con lapsos de desaliento en los que estaba a punto de desistir; pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacerlo algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus amigos se autoflagelaba con humor : “La verdad, es que ladro para no llorar”. Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación. ¿Cómo amar entonces sin comunicarse?
Para Raimundo representó un dia de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se tendían, por lo general, en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban sobre temas generales. A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera tan sagaz visión del mundo.
Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: “Dime, Leo, con toda franqueza, ¿que opinas de mi forma de ladrar?”.
La respuesta de Leo fue bastante escueta y sincera: “Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrías que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano”.


EL PERRO QUE DESEABA SER UN SER HUMANO
(Augusto Monterroso)

En la casa de un rico mercader de la Ciudad de México, rodeado de comodidades y de toda clase de máquinas, vivía no hace mucho tiempo un Perro al que se le había metido en la cabeza convertirse en un ser humano, y trabajaba con ahínco en esto.
Al cabo de varios años, y después de persistentes esfuerzos sobre sí mismo, caminaba con facilidad en dos patas y a veces sentía que estaba ya a punto de ser un hombre, excepto por el hecho de que no mordía, movía la cola cuando encontraba a algún conocido, daba tres vueltas antes de acostarse, salivaba cuando oía las campanas de la iglesia, y por las noches se subía a una barda a gemir viendo largamente a la luna.

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